Érase una vez en el reino de los manuscritos
voladores un niño que vivía con sus abuelos, ellos siempre sentados en la
esquina de la realeza. Época de violines y cantos, Andrus deseaba cerrar los
ojos, despertando en llamas con almas. Un buen día y después de que el
silencio interrumpió el salón donde aquellos personajes merendaban, un gato que
traía una carta bajo su cuello se acercó, nervioso la leyó,
las palabras consumían rompiendo su catarsis, atrapando la taza de té que tenía
cerca. Pidió ir a su habitación por unos momentos, el gato no sé por qué razón
lo seguía; sentado en su cama mirando fijamente a la puerta entreabierta, la
nieve tiñó sus manos y su corazón...
Las paredes hablan, dicen. Pero a veces no
aguanto; lo observo, lo espío, bajo los arbustos, entre hojas que
tapan mis miradas clandestinas. Le dije que olvidaría esta sensación, le dije
que los astrónomos me lo habían comentado y hoy cuando los truenos rompan el
cielo, yo intento unir nuestros brazos, sacudo la ropa, peino mi cabello,
cuelgo la ropa, y él se sienta a tomar el té con tostadas cuando el sol cae, es
como la percepción prohibida. Escucho las cucharas de azúcar y él cómo habla de
mí sin yo saber.
Ella lo ponía nervioso. Cuando la taza se
alzaba sobre los vientos, se podían a observar las ondas acercándose en los
bordes y quería besarla, tocarla, aunque eso significara arrancarla de su
destino.
La noche llegó, y pronto se irían a dormir. El
reloj no paraba de sonar, su tic-tac estallaba subconscientemente en el pecho
de cada uno, los pájaros ya no cantaban, la oscuridad cegaba, las rejas
puntiagudas, ¡silencio! Cerremos despacito la puerta... Hola.
Entonces se dijo que no sería la última vez,
que cuando volvieran a girar los relojes, el mundo les daría la espalda, pero
no les importaba. Sin nada en la televisión ni nada que pudiera decirles lo que
ellos pensaban, se liberaron de los ángeles y se ahogaron sin sus alas.